La primera vez que se lo cambiaron de sitio, el coche apareció a diez metros de donde lo había aparcado. Pensó que se había equivocado, que tal vez había tenido un lapsus de memoria. Se fue a casa confundido pero no enfadado.
La segunda vez tardó tres horas en encontrar el vehículo, que apareció en el mismo número y letra del parking pero dos plantas más abajo.
La tercera vez supo que el coche estaría fuera del centro comercial. Y así fue.
La cuarta lo buscó por las calles del barrio próximo al centro comercial hasta que lo encontró en un descampado.
La quinta lo aparcó en el descampado, anduvo cincuenta minutos hasta el centro comercial, entró a trabajar, salió y lo encontró en el parking, en el mismo lugar en el que lo había dejado la primera vez que se lo cambiaron de sitio.
Pensó que allí terminaba la broma. Pero la sexta vez el coche no apareció y tuvo que volverse en taxi. Cuando doblaban la última a la derecha para enfilar su calle, le pareció que alguien conducía su coche en dirección contraria. Se estaba fijando en la matrícula cuando el ladrón echó su coche contra el taxi. Ahí fue donde, ahora sí, terminaba la broma.